jueves, 11 de junio de 2015

Rudas y pasivas

En semanas como esta de escaso trabajo y actividades gratuitas por la tarde-noche, siempre tengo la sensación de que estoy jubilado. Cosa que me encantaría, por supuesto. Allí me veréis, en mitad de un océano de canas blancas y permanentes. Esta tarde voy al teatro, a la sala pequeña del Español, a ver la adaptación de El año del pensamiento mágico, de Joan Didion.
Hace un rato he enviado varios CV; también a Naciones Unidas en Ginebra, donde existe una vacante de revisor de español que ha salido a examen. Ya me conozco el final de estas solicitudes: es como tirar al mar un mensaje en una botella.
Ha llovido a raudales: ahora la calle está silenciosa como un palacio después de un baile de gala. Me gusta esta lluvia estruendosa del verano, que golpea y hunde los toldos de las tiendas y los bares, repiquetea sobre los veladores y luego fluye hacia las alcantarillas formando regueros aleatoriamente. Refresca la temperatura pero te permite observarla (el segundo plano como si estuviera detrás de una fina malla metálica) con las piernas al aire y en camiseta.
El otro día, en Mondo, un chico muy mono se nos acercó y estuvo bailando con nosotros toda la noche. Se llamaba Pablo y tenía la mirada atormentada de los santurrones de Zurbarán o Ribera, aunque su iris azulado y la tupida barba rubiasca recordaban a los conquistadores de América (era fácil imaginarlo con un casco de los de entonces, abollado, apostado sobre una roca, ante el ramal de un río caudaloso, bajo una vegetación exasperante que impide pasar la luz del sol): su ausencia de pasado daba lugar a un futuro peligroso y prometedor, localizado también en la comisura de los labios, que es hacia donde toda esta proyección se reducía y concentraba. Le espeté: ¿cómo te gustan los hombres? Y me dijo: rudos y pasivos (qué gran título para una nouvelle, n'est-ce pas?).
Por suerte estos microenamoramientos duran lo que una cabezada, un capricho, un acceso de locura. Luego ves el comportamiento prolongado de algunos de estos microenamoramientos, en cenas o reuniones pasados algunos meses y te dices: "menos mal que me aparté de este cáliz".
En la plaza Matute hay en un portal un azulejo que reza: "Cristo, aparta de mí todo lo que me aleja de ti".
Vivo en un mundo perezoso e indolente, que se levanta y se acuesta sin hacer la cama.
Me encuentro con este poema mío, escrito hace unos años:
Si te levantas de la siesta como expulsado de una densa nube de polvo,
si hay un aire de rémora a tu alrededor (y tras la ventana),
que todo lo embarga y desordena;
si la identidad de las cosas está perfectamente partida
como el embozo de una cama de hotel,
y todo tiene el aspecto de un ennegrecido cuadro mitológico marino
(de alguna escuela de tercera o cuarta fila),
si intuyes que los bellos compases del rondó
se tocaron minutos antes en una habitación contigua a ésta,
quizás haya llegado el momento de hacer una profunda reverencia
a ese dios descarnado de lo desconocido
que te ha abierto la verja herrumbrosa de su jardín secreto.
El otro día te habló con los ojos inyectados de vida concentrada,
con toda su antigüedad y apenas treinta años,
en un formato ahorro como de lengua muerta,
y una cortina de opacidad lluviosa al fondo.
Tú no entendiste nada...
aunque quedaste harto tocado, profundamente emocionado, despierto para siempre.
Ese dios te ha hecho una revelación afortunada
que todavía no puedes apreciar.
Crees que ha venido a contarte una historia de corazones y cartas bajo tierra,
a anunciarte la próxima llegada de ese ángel de plumas empalagosas
con los pies tiznados de hollín...
pero estás equivocado.
Ese dios está en ti,
en la distancia prudente que guardas al acercarte a los espejos,
al asomarte a los acantilados de las estampas de Friedrich.
En el tormento leve que te devuelven las fotografías,
agazapado entre tus manos y los que siguen siendo tus dedos,
y la tapa del librito azul que descansa en tu mesilla.
Allí está con su cara de dios satírico pero hermoso,
descubriendo que el tiempo se cuelga pero pasa,
advirtiéndote, con su inflexión tonante,
de ese miedo ancestral a dormir en alcobas con dos camas gemelas
y deshacer sólo una.
¿Es un poema de tipo dios-deseante? ¿O de tipo dios-deseado? Me decanto más por la primera opción.
Una consigna: no os refugiéis en el amor como última y desesperada forma de heroísmo. Haced el amor al tiempo que la guerra. Dejad a vuestros novios y mujeres, a vuestros amantes, a vuestros hijos e hijas, y ¡EMPUÑAD LAS ARMAS! Doblar la cabeza, levantar una ceja y esbozar media sonrisa: cómo cuando descubres un detalle. Así te gustaría posar para un retrato. De cuerpo entero. A tus pies, dos calcetines tirados y deformes, uno de ellos saliéndose del marco, como condones usados.