martes, 2 de junio de 2015

La vida secreta

Hoy he pasado, como diría Jonathan Franzen, un día secreto. Básicamente porque no lo he compartido con nadie y nadie me ha observado, aunque fuese por un par horas. Un día solitario. Después de tomar mi smoothie, unos cereales con leche y el café, y a sabiendas de que la mayoría de mis empresas no se pondrían en contacto conmigo puesto que en Barcelona es día festivo local, según la respuesta automática que me ha devuelto el correo después de enviar un "estoy disponible" a mis agencias (porque nada más terrible que enfrentarse a este lunes 1 de junio sin apenas dinero en la cuenta y sin ninguna tarea laboral con la que hacer frente a este restablecimiento del sistema vertical que es todo lunes), he decidido hacer vía telemática unos trámites pendientes con la Seguridad Social y con la Agencia Tributaria. Como tengo el certificado digital caducado, todo ha sido infructuoso. Incluso pantanoso: porque intentar actualizar el certificado a través de enlaces e hiperenlaces ha sido penoso y frustrante. Al final he solicitado cita física en Hacienda para mañana por la mañana. Vamos, que me he saltado el refrán de "En martes ni te cases ni te embarques (ni vayas a Hacienda)".
Quería cocinarme algo contundente para empezar la semana, pero al final, sin empuje, fatigado por mi conflicto con la Administración, me he tirado en la cama cuando casi eran las dos: me he quedado dormido leyendo a John Berger, un libro de prosa mediocre que me compré porque caí en el engaño del marketing editorial y alguien lo comparaba con Los anillos de Saturno, de Sebald. Mientras mis ojos paseaban por los renglones de Berger iba pensando en qué hacerme de comer. No recuerdo exactamente el momento, como suele pasarme, pero tanto el libro abierto como yo nos hemos derramado sobre las sábanas. Cuando me he levantado eran más de las tres y media y el calor se había aposentado en mi habitación como si el sueño hubiese actuado de caldera. Con gran esfuerzo he salido a la calle. Siempre que salgo a la calle sin rumbo fijo y como por obligación acabo en El Corte Inglés. Allí he comprado gazpacho en brik y una empanada de atún con la que te regalaban una pequeña porción de empanada de carne. También he comprado cigarrillos y halls extrafuertes, porque uno siempre debe comprar la bula a su pecado. A pesar de estar sin blanca, me he acercado a La Central a retirar y comprar unos libros que tenía encargado: he apartado del lote el más contemporáneo de todos, La enfermedad, de Alberto Barrera Tyszka, por eso de hacer ahorro y me he llevado Dialéctica y canibalismo de Cardín, El monstruo ama su laberinto, los cuadernos del poeta estadounidense de origen serbio Charles Simic, y Lancha rápida de Renata Adler. Los libros del mes han alcanzado unos 40€.
He vuelto a casa y después de comer casi a las 17 horas, me he tirado en la cama a leer. Coloco los libros que estoy leyendo en el lado que no utilizo de la cama: en el lado de los amantes. Allí los esparzo, como si fuesen un picnic sobre la hierba. Costumbres solitarias. Luego me he pasado de la cama al sofá, porque mi dormitorio lo tengo siempre en penumbra y me resulta muy deprimente encender la lámpara de la mesilla de noche antes de que anochezca. Me he leído el prólogo de Ramón Valdés al libro de Cardín, que me ha familiarizado con algunos términos de la antropología (como emic y etic), que es una disciplina que no controlo demasiado.
Podría pasarme toda la vida que me queda en horizontal, llenando el espacio en el que vivo de hojas muertas llenas de vida, leyendo desordenadamente la vida de esas hojas muertas, como si fuesen la promesa de una nueva vida posterior a la resurrección. Posiblemente todo el tiempo que he dedicado a la lectura en esta vida no me traiga ningún rédito: salvo el rédito de hacer que haya pasado el tiempo, mi tiempo, y que mi tiempo se abriera a otros tiempos y otros espacios. La lectura del prólogo de Valdés me ha llevado a intentar buscar un artículo publicado por Haro Tecglen en El País, en 1994, titulado "La muerte en Wembley". Cardín murió de sida, como el hijo de Haro Tecglen, por aquellos años. Arqueología del dolor. Arqueología del duelo. Pero no he encontrado el artículo: la wifi de mi móvil me falla y El País parece haber borrado ese artículo como se borraron aquellos años de pandemia y muerte. Así que he pasado a los cuadernos de Simic, que son recuerdos inconexos, anécdotas. Me gusta la escritura fragmentada y fragmentaria: el mundo es inabarcable e incomprensible; uno solo puede aspirar a asirlo brevemente, como cuando tomamos aire en ese medio hostil que es el agua.[¿Por qué nadamos y nos sumergimos en esa masa espesa que nos debilita los sentidos (la vista y el oído, especialmente)? ¿Por qué nadar es placentero? ¿Es una forma de olvido o quizás una forma de grato e inconsciente recuerdo prehistórico (de cuando no respirábamos y éramos como peces antes del nacimiento)?]. Simic enlazaba una serie de recuerdos cuyo telón de fondo es la segunda guerra mundial en Belgrado. El bombardeo de Belgrado. La "Operación Castigo" previa a la ocupación de los Balcanes por parte de las potencias del Eje. Durante unos minutos, con el móvil bajo de batería en la mano, he estado pensando en la actual inexistencia de Yugoslavia, país con un principio y un fin, cuya situación geográfica y existencia yo estudiaba en el colegio, un país que solo existió por un tiempo limitado, o muy limitado...
Hace tiempo que encendí la luz artificial del salón: mi lámpara seta que tengo en el banco-aparador y el feísimo flexo que tengo detrás de la pantalla del ordenador. Estoy escuchando Hejira de Joni Mitchell y mientras escribo mi día secreto para, de alguna forma, exorcizarlo y que deje de serlo, o quizás para que lo sea para siempre, escucho a los vencejos en su ritual vespertino. De nuevo es junio. El calor se ha impuesto y la primavera solo la he notado como afección... Muchos amigos y familiares cumplirán años en breve. En mi vida hay muchos géminis. Mi día solitario me he hecho pensar en esas pequeñas miserias humanas que nos sacan del aburrimiento y que que llegan en forma de whatsupps de amigos o de estados facebookianos: esos momentos de inseguridad frente a la gente con la que nos cruzamos mucho o poco, esos conatos de enfado, esas rozaduras que nos producen la convivencia con los otros, esas torpezas humanas. Hoy no las entiendo. En realidad, hace mucho tiempo que dejaron realmente de importarme. Aunque yo me haya visto envuelto, inevitablemente, en alguna de ellas...   
También he terminado de ver la entrevista que le ha hecho Pablo Iglesias, en La Tuerka, a Toni Negri, el autor de Imperio. Ese libro fundamental. La entrevista me ha dejado confundido, pero es muy recomendable.
En realidad mi mente no descansa porque tiene un desafío que, de antemano, no sé cómo resolver salvo por efecto de un gran azar: cómo conseguir dinero. El dinero, y más que él, todo el entramado vital que articula (tiempo libre, sosiego material, acceso a los placeres, vida artística, dedicación laboral, paz de espíritu, apetito) es mi obsesión más profunda y recurrente. Mis miedos más profundos están muy arraigados a verme desprovisto de él, a tener que luchar por él con uñas y dientes. Es una batalla para mí perdida. Las cosas que más valoro en la vida dependen, desgraciadamente, del dinero pero yo no sé cómo lidiar con él. No creo en el trabajo productivo. Pero solo el trabajo productivo da dinero. Por desgracia, tengo alma de rentista. De persona improductiva y ociosa. De último vástago de un imperio comercial en decadencia. No creo en la realización mediante el trabajo. Necesito un golpe de suerte con el dinero: necesito el dinero justo para no tener que pensar más en él.