martes, 23 de junio de 2015

Intimidad

Quizás, mi concepto de intimidad se parezca mucho a un cuadro que he visto esta mañana en la exposición sobre Zurbarán (Zurbarán: una nueva mirada) del Thyssen. Es obra de Juan de Zurbarán, hijo del gran Francisco, al que mató la peste cuando ésta asoló Sevilla en 1649.
Representa un bodegón, el fondo originalmente oscuro (aunque ya más aclarado por el embarrado reiterado de betunes, esmaltes y barnices). La perspectiva, como otras veces en los Zurbarán, es imperfecta, lo que hace que los objetos representados parezcan estar, de alguna manera, flotando sobre la mesa en que pretenden apoyarse. En el centro hay una cesta llena de frutas de verano: albaricoques, brevas y manzanas. El mimbre de la cesta está primorosamente "tejido" y apretado. Es un mimbre fino y elástico, de esos que permiten alechugar la cesta cuando está vacía. En primer término, hay unos albaricoques, y a la derecha unas granadas abiertas, de un rojo intenso y casi ponzoñoso. Las semillas se precipitan sobre la horizontalidad oscura del cuadro como un collar de rubíes calientes... Las hojas del grupo de granadas se retuercen, pasando del verde más tierno a uno más amarillento, ocupando caprichosamente el lado derecho del cuadro...
Sin embargo, es en el lado izquierdo donde está el objeto más fascinante: sobre un platillo de plata descansa un bernegal de porcelana pintada en un azul muy desvaído, con delicadas asas y un ondeado casi imposible que serpentea por toda la boca. Este cacharro está lleno de agua: un agua sombría, como la de las pilas bautismales que, sin embargo, dan ganas de acercarse al cuerpo, ya sea a los labios o a otra parte de la cara. En este objeto hay una intimidad inextricable, absoluta e indisoluble.