sábado, 6 de junio de 2015

Desprendimiento

Camino de vuelta a casa después de haber cenado con F. y sus sobrinos. El mayor tiene ya nueve años. Cómo pasa el tiempo. Hace una noche estupenda, incluso calurosa, y es viernes. En mis auriculares suena a todo volumen Sombra mai fu, de la ópera Xerxes. Me voy cruzando con chicos guapos... casi todos me lo parecen, a diferente escala: sus pantalones cortos, la pelusilla de sus pantorrillas, sus deportivas combinadas con calcetines tobilleros de algodón blanco, tan sexies, bronceados y turgentes. Muchos van en grupo, riéndose y hablando en voz alta. Pero otros van solos, caminando con ese aire preocupado y atractivo, fingidamente serio, la mirada vehemente y perdida. Cuando le conté a mi psicoanalista lo mucho que me gusta observarlos de unos años a esta parte, como si fueran un paisaje sin fin, me dijo que era una forma de angustia: complejo de castración. Como cuando tienes vértigo y fijas la vista en algo, para evitar la sensación de vacío y desprendimiento. Sin embargo, hoy los miro como si fueran una propiedad ajena, como cuadros de un museo; sé que ellos y yo solo compartimos un mismo espacio: mi vista los acaricia con la renuncia con que tocamos las plantas que nos rozan al abrirnos camino por el bosque. Las mismas partículas... pero ordenadas de forma diferente. Creo que de esta comunión en la distancia, renunciante, consciente de la alteridad inaprensible, hablaba Bersani en su Homos al referirse al protagonista de El inmoralista de Gide, cuando le "bastaba" con tenderse al sol junto a otros cuerpos bajo las palmeras de Túnez.
El ojo es el más insaciable de todos los órganos. Todo desfallece, excepto el ojo.
Cuando llego a casa abro el libro de Simic y leo lo que he subrayado esta tarde: "los gatos saben que la pereza es divina".