jueves, 28 de mayo de 2015

24/7

24/7 significa que no hay intervalos de calma, silencio, o descanso y retiro. Igualmente importante es que se trata de una condición de exposición y visibilidad permanentes, un mundo iluminado ininterrumpidamente en el cual nada de lo íntimo puede permanecer oculto o en el ámbito privado. Es sinónimo de la implacable traducción a valor monetario de cualquier intervalo de tiempo posible o de cualquier relación social concebible, de hacer todos los elementos de nuestras vidas convertibles a los valores del mercado. La mayoría de los motores básicos de la vida humana —el hambre, la sed, el deseo sexual, y, desde hace poco, la necesidad de amistad— han sido transformados artificialmente en formas mercantilizadas o financializadas. Sin embargo, la gran excepción es el sueño. El sueño, en cambio, representa esa parte de las necesidades humanas y de los intervalos de tiempo que no pueden ser colonizados o conectados a una enorme máquina de obtener rentabilidad. Lo extraordinario del sueño en esta era es que de él no se puede extraer absolutamente ningún valor monetario.
"La vida sin pausa", Jonathan Crary; artículo publicado en El País el 24 de mayo de 2015, día de elecciones municipales y autonómicas en España: noche en la que el PP fue puesto en jaque.
Cuando la otra noche, ya entrado el día 25, después de los resultados electorales, que no viví con la alegría que merecían, puesto que mi sed de venganza contra el PP y toda su fealdad no quedó en absoluto colmada, leí este artículo, mi exigua alegría quedó del todo menoscabada. Tuve la sensación, quizás sugestionada, porque en estos últimos meses ando químicamente al borde del quebranto, de que aquello que parecía tierra firme no era más que un pequeño islote, incluso una ilusoria fata morgana. Vivimos en un mundo veloz, vertiginoso. El exceso de información, el exceso de opciones a las que creemos tener acceso, de infinitas elecciones diarias entre una gran sinfín de mercancías y deseos, esa continua pick-up ability, que vemos como el súmmum de la libertad, nos ha atrofiado la voluntad. Hay una luz que no se apaga nunca. Es como un foco que nos ciega, paralizándonos y sometiéndonos a un gran torpor.
Cuando estuve viviendo en París, quizás porque venía de vivir en Jerez, donde el exceso de aburrimiento te obligaba a la invención de toda una vida que al final era de todo menos aburrida, descubrí lo importante que era la distancia. La gran ciudad me parecía inabarcable, el invierno larguísimo, la gente áspera y remota y la lengua extranjera en la que se comunicaban me hacía sentirme como suspendido en el lenguaje, en una piscina donde no haces pie. Eso fue después de haber vivido de joven en París, después de visitarla muchísimas veces, después de haber mantenido con ella una relación a distancia absolutamente próxima. Pero en esta segunda ocasión, pasado el verano en que decidí mudarme llegó noviembre y todo se enrareció como las siluetas de los árboles pelados del Buttes-Chaumont, que veía desde el balcón de mi casa en rue Manin. De alguna forma, me resultaba enormemente costoso darme a conocer, gustar, penetrar en las vidas ajenas: mi existencia, mi relación con el mundo, con ese mundo, resultaba ser una mala traducción. Algo no casaba. No es que me sintiera cola de león, no. Me sentía cola de ratón. No había encontrado la distancia perfecta entre yo y el mundo, ni la ambición de mi mirada: levantaba la vista hacia los segundos o terceros pisos de los edificios hausmannianos de la otra acera, observaba los interiores iluminados artificialmente, descortinados, y seguidamente fijaba la mirada en la noche espesa de nubes, reflejada de una luna debilitada.
En Madrid he encontrado la distancia perfecta con las cosas. Mi relación con el espacio, y todos los sentimientos y expectativas que esparcimos sobre él, es armoniosa y perfecta.
Ahora mi reto vital está en relación con el tiempo. Últimamente solo me paro cuando duermo. Me levanto con tal ansiedad que ni siquiera me recreo en lo que sueño, algo que la mayor parte de las veces olvido. Debería tener un cuaderno a mano y apuntar a lápiz lo que sueño. Debería, pero no sé si lo haré. Normalmente apunto ciertos pensamientos en libretas. Son urgencias, ráfagas que luego tengo que elaborar con palabras. Tengo muchas de estas libretas diseminadas por mis habitaciones, escritas con distintas tintas (a veces, a lápiz) y, por el trazo, con determinada luz o apremio. Vienen a una hora en que todo está recogido: la casa, la calle, yo mismo ante la noche que parece extensa: es esa hora entre perro y lobo, las dos, las tres de la mañana de un día entresemana. Ese es mi tempo. Pero aún no he hallado cómo hacerlo coextensivo a mi rutina a lo largo del día.
"El deseo es el apetito acompañado de la conciencia del mismo", decía Spinoza.
Isa me acaba de recomendar un libro que me ha abierto el apetito como pocas cosas en estos últimos meses: se llama Lancha rápida y es de Renata Adler. El título y la autora tienen una sonoridad suculenta. ¿Un sleeper como las Noches insomnes de Elisabeth Hardwick? 
A veces me pregunto si mi apetito es solo un ascua o si, por el contrario, mi deseo es una chispa con disposición aún incendiaria...

miércoles, 20 de mayo de 2015

Hindu Kush

Y una mañana volví a encontrarme camino del Turquestán. Tras haber emprendido la marcha cuando todavía era de noche, vi surgir en el crepúsculo la lejana cordillera azul, fría, coronada de nieve y de una apariencia espléndida. "Por segunda vez el Hindu Kush", lo sabía, pero ahora todos los nombres contaban y quedaban grabados en mi memoria, descubría más valles, más cimas, y hacia el mediodía me reconfortó y alegró hallarme de nuevo en un vergel donde ya había acampado una vez...
Annemarie Swarzenbach, Todos los caminos están abiertos
Reinauguro bitácora. Transcurrido más de año y medio desde que "mandé de paseo" a La prisionera, retomo aquellos, estos apuntes, bajo el mismo seudónimo, que ahora también le sirven de título: La fugitiva. Como en la saga de Proust, o como en el libro de viajes de Swarzenbach, quiero pensar que todos los caminos están abiertos a partir de ahora. Quizás me haya impuesto estos apuntes como disciplina, o como ejercicio de memoria, frente al desagüe de energía capitalista que es Facebook, con sus estados de obsolescencia programada, impulsivos e inconsultables.
En unos meses cumpliré 39 años, y será el último agosto que cumpla treinta y tantos. Hoy en el baño, quizás por ser el único lugar de casa donde me examino frente al espejo, al ser este el único espejo que enmarca mi cara apartándola cruelmente del resto del cuerpo, que permanece casi en su totalidad recogido en mi confín, salvo, insisto, ese rostro que se me adelanta, he reflexionado, digo, sobre esta década de los treinta, de mis treinta. Y la he visto como una segunda adolescencia, no solo porque haya sido loca, inquieta y renaciente, sino porque ha sido difícil y, de algún modo, dolorosa o doliente. Quizás sea más ajustado quitarle la "s" y hablar de "adolecencia": algo que adolece. En estos años de rupturas, cambios de domicilio, plegarias desatendidas y presagios acogidos; en estos años también de encuentros luminosos, alegre desenfreno y hallazgos imperecederos, que no sé hasta qué punto han pasado a trote o a galope, porque a veces la vida me resulta enormemente tediosa y aburrida, y otras venturosa y extraordinaria, y entonces es como asistir a ese segundo, confuso, posterior al encuentro entre dos trenes estacionados, en que no sabes si es el tuyo o el que está al otro lado de la ventanilla el que retoma el camino; en estos años, digo, "une petite douleur exquise" se ha instalado en mí, en cada una de mis células, en esa mirada velada que a veces me descubren las fotos, en mi aparatosa aunque sincera forma de reír, en mis canas y en mis contracturas. Ese dolor lo he ido aprisionando, porque salvo con el dinero, siempre he sido muy poco desprendido con las cosas que me ha costado conseguir: tengo el afán coleccionista de los melancólicos. Un dolor cautivo, recluido, mimado. Un duelo infinito.
Un hombre al que amé caprichosamente, con la intermitencia del azar que imponía nuestros encuentros, un hombre que era algunos años mayor que yo y que se había recluido voluntariamente en un pueblo a algunos kilómetros de Madrid, matemático y músico, me dijo un día, un día que habíamos venido prolongando desde el día anterior (un día al que habíamos travestido de noche), que en un futuro no muy lejano vería toda esta etapa como una convalecencia y que ese dolor que yo había cultivado, que no era más que ego, el ego, y esto lo añado yo, del aristócrata al que, pongamos, un régimen comunista hubiese expropiado su palacio y lo hubiese confinado a un apartamento de dos habitaciones, haciéndole amontonar de manera poco vistosa sus posesiones más devaluadas aunque más valiosas, ese dolor del ego irredento cercenado en su propio cuerpo finito, ese dolor desaparecería.
Así pues, trataré de hacer caso a lo que en su momento me pareció pura condescendencia y me prestaré a fugarme de mi propia prisión. Tempus fugit. El arte de la fuga. El contrapunto que busca cierto equilibrio armónico. Ahora que, groso modo, transcurrida una década, empiezo a tomar conciencia del tiempo que se escapa, trataré de espaciarlo en estos apuntes, de convertirlo en tempo. Frente al tiempo en fuga, la huida hacia adelante de la ficción, al imperativo del cursor, siempre en avance.
En fuga continua de mi propia prisión.