jueves, 13 de octubre de 2016

Heliotropo

"Esta franja de luz es de color malva, el matiz violado que recorre la obra entera, el verdadero color del tiempo. Este malva, entre rosa y púrpura, lila rosado, o violeta encendido, está adscrito en la literatura europea a ciertas complejidades del temperamento artístico".

Vladimir Nabokov, Curso de literatura europea, capítulo dedicado a Marcel Proust

Hace ya unos años, una esperada y temida noticia apareció en mi vida a modo de erupción: como una mancha de humedad, como una grieta, como una losa levantada. Por aquel entonces, había tomado prestado de la biblioteca El rosa Tiepolo, de Roberto Calasso, un leve tratado, bellísimo, sobre el que quizás fuera el último pintor clásico, Giovanni Battista Tiepolo. Sin embargo, el libro tomaba prestado su título de una expresión proustiana; ese rosa talcoso, de la carne joven e inocente, al que Proust relaciona con Tiepolo, pintor de mitologías al fresco, es el color en que aparece vestida la princesa de Guermantes en una de las veladas a las que asiste el ocioso narrador de À la recherche, una aparición deslumbrante y clave en la obra. Los personajes mitológicos de Tiepolo tienen mucho que ver con los personajes desocupados del grand monde y el demi-monde de la saga de Proust. Como dice Nabokov, "la gente prismática de Proust no tiene oficio; su trabajo es divertir al autor. Disfrutan de entera libertad para entregarse a la conversación y a los placeres, como esos personajes de la antigüedad legendaria [aquí Tiepolo] que vemos reclinados en torno a mesas cargadas de frutas o paseando enfrascados en disertaciones por unos suelos pintados, pero a los que nunca vemos en la oficina o el astillero".

Mientras leía ensimismado esta disertación sobre la obra de Proust en boca de Nabokov, actividad realizada de una sentada durante la hora de la siesta, se ha producido un curioso encaje en mí. El pasaje sobre el color del heliotropo que abre esta nueva entrada del blog, blog que hacía mucho que no escribía, por desidia y extravagancia, viene a cristalizar esta especie de reubicación, de recuperación del centro gravitatorio, de resincronización con mi órbita geoestacionaria. Es como si Nabokov, hablando de Proust, cuya lectura me ha ido acompañando de manera intermitente desde los dieciocho años y casi hasta la interrupción del heliotropo posterior al rosa Tiepolo (esto es, el de la sangre y la carne agolpadas que han perdido su inocencia primigenia), como si Nabokov, decía, hubiese tirado de mi oreja para volver a la clase de gimnasia... y no puede ser más desacertado este símil porque mi vuelta al redil ha sido, bien al contrario, una de las experiencias más gratas y placenteras que he tenido en los últimos años.

En Proust hay una intimidad infrecuente en otros autores. Como estoy torpe porque hace mucho que no escribo con pretensiones literarias, tomo prestadas las palabras de Eve Kosofsky-Sedgwick que aparecen en el capítulo de Epistemología del armario dedicado a Proust (Proust y el espectáculo del armario): "[...] el efecto de veracidad de Proust no se limita a un espacio etéreo de la intimidad. Por el contrario, completamente competitivo en el género de la literatura práctica, con personificaciones modernas que ofrecen consejos menos buenos sobre decoración, vestuario masculino o entretenimientos de "poder", Proust pone humildemente su agudeza sociológica al servicio del lector en nuestros proyectos más deshonrosos y menos habitualmente reconocidos". Así, pues, Proust es una especie de brújula. Uno puede abrir al azar cualquiera de los volúmenes que forman su vacilante y asmática obra, y encontrar un lema, un consejo, una enseñanza para la vida moderna, al modo en que los fervorosos acuden a su libro sagrado.

En toda calamidad hay siempre un momento fundacional. Así en la mitología, en el Big Bang, en el Tohu-bohu. El color que más se le aproxima es el del heliotropo, "esa maravillosa franjita de luz" que nos devuelve el sentido. La ilusión de sentido.